Contemplemos por un instante este mosaico de arte islámico, procedente probablemente de Al Ándalus:
Observemos cómo las cintas blancas definen entidades claras y diferenciadas que sin embargo forman parte simultáneamente de un conjunto, de una unidad, y que entremedias resultan dar forma a otras entidades que a su vez son componentes necesarios a ambos niveles de detalle. Cada una con sus características pero todas lo mismo. No hay división, es un continuo que podría prolongarse hasta el infinito como una melodía fractal, como un pestañeo de la eternidad atrapdado por el arte matemático humano que capta una esencia universal y la alimenta para que prolifere según su propia naturaleza.
El universo entero es esa melodía universal. El universo del cual formamos parte de la cabeza a los pies, pasando por los atómos y cada una de sus infinitas partículas inferiores… al igual que todo lo demás que perciben nuestros sentidos. No somos algo aislado, surgido aleatoriamente y en posición de rechazar su origen y considerarse aparte de su entorno, o simplemente «rodeado» por ello. Somos lo mismo que todo lo demás, sólo cambia el punto de vista con el que lo contemplemos, la división que establezcamos dentro del proceso mental de representación del mundo que producen nuestra mente al percibir sensaciones.
Somos esa flor, somos su olor fluyendo a través del aire hasta nuestra nariz, somos la matemática que origina la elegante disposición de sus pétalos – somos todo eso tanto como somos nuestras células y nuestra sangre… somos nuestra piel en contacto con los rayos de energía que proceden del Sol y que rebotan sobre ella para terminar en la fábrica de oxígeno que es la hoja de esa planta y el cual respiraremos instantes después. Somos una extensión de la flor y viceversa. Y no hay ahí ninguna relación de superioridad ni movimientos verticales.
Pero nos hemos acostumbrado a ver la realidad en términos de divisiones y no sabemos mirar de otra manera. Tal vez, como dijo M., todo se remonte al Neolítico, cuando empezaron los cercados…
…nos pasamos la vida intentando ponerle puertas al campo y eso no puede ser…
¿Qué hay más autoritario que afirmar ser una persona que está por encima del resto, que diría Gôda, y por tanto estar en condición de distinguirse e imperar sobre todos los demás seres y procesos de la existencia en su conjunto?
¡Pero si no sabemos ni qué somos…! No tenemos ni idea pero ello no nos impide consideramos que el universo entero está ahí como un recurso para explotarlo en nuestra búsqueda del placer y la riqueza individual. Y no entendemos que somos eso mismo. Nuestra capacidad de representarnos el universo nos convierte en representaciones flotantes tendentes a la disociación. Porque la perfección de la representación no es la realidad sino el total aislamiento de ella. Supongo que algo así debe ser el concepto de «maya» de la filosofía oriental.
Somos un sueño que está siendo soñado por el universo… ¿o más bien su pesadilla?
Es el ego.
El ego es la fuerza que precede y conecta a todas las demás: patriarcado, capitalismo, racismo, homofobia… Egos individuales y egos colectivos dirigen desde la sombra todos aquellos procesos en los cuales una persona o un grupo de ellas se considera superior al resto y en posición de humillarlos, explotarlos o directamente eliminarlos.
Si pretendemos iniciar un proceso verdaderamente comunitario debemos empezar por entender qué es una comunidad, qué es la individualidad, cómo conectar armoniosamente ambos conceptos. Nuestra línea básica de actuación deben ser los egos, cómo detectar sus inflaciones antes de que sus efectos negativos arruinen nuestros bocetos de vida comunitaria. Una vida que, por supuesto, debemos empezar por asumir que aún no existe sino que debe ser construida a fuego lento.
Pero bien, bien desde el principio. Hay que revisarse los egos continuamente.